Mercedes tendió en el cordel la última sábana y con los brazos aún en alto quedó pensativa, mirando la luna. Luego fue caminando, muy despacito, hasta su habitación. En el candelero ardía la vela. Moisés con el pecho descubierto roncaba mirando el techo. En un rincón Panchito yacía ovillado como un gato. A pesar de encontrarse fatigada y con sueño no se acostó de inmediato. Sentándose en una banqueta quedó mirando ese cuadro que al influjo de la llama azul cobraba a veces un aire insustancial y falso.
—Me acostaré cuando termine de arder —pensó y se miró las manos agrietadas por la lejía. Luego su mirada se posó en su marido, en su hijo, en los viejos utensilios, en la miseria que se cocinaba silenciosamente bajo la débil luz. Había tranquilidad, sin embargo, un sosiego rural, como si el día cansado de vivir se hubiera remansado en un largo sueño. Unas horas antes, en cambio, la situación era tan distinta. Moisés yacía en la cama como ahora, pero estaba inconsciente. Cuando ella lavaba la ropa en el fondo del patio dos obreros lo trajeron cargado.
—¡Doña Mercedes! —gritaron ingresando al corralón—. ¡Moisés ha sufrido un accidente!
—Subió un poco mareado al andamio —añadieron tirándolo sobre la cama—. Y se vino de cabeza al suelo.
—Creí que se me iba... —murmuró Mercedes, observándolo cómo roncaba, ahora, los ojos entreabiertos.
Lejos de irse, sin embargo, regresó de su desmayo fácilmente, como de una siesta. Panchito, que a esa hora bailaba su trompo sobre el piso de tierra, lo miró asustado y ella se precipitó hacia él, para abrazarlo o insultarlo, no lo sabía bien. Pero Moisés la rechazó y sin decir palabra comenzó a dar vueltas por el cuarto.
«Estaba como loco», pensó Mercedes y miró nuevamente sus manos agrietadas por la lejía. Si pudiera abrir la verdulería no tendría que lavar jamás. Tras el mostrador, despachando a los clientes, no solamente descansaría, sino que adquiriría una especie de autoridad que ella sabría administrar con cierto despotismo. Se levantaría temprano para ir al mercado, además. Se acostaría temprano, también...
Moisés se volvió en la cama y abrió un ojo. Cambiando de posición volvió a quedarse dormido.
—¡Estaba como loco! —repitió Mercedes. En efecto aburrido de dar vueltas por el cuarto, dirigió un puntapié a Panchito que huyó hacia el patio chillando. Luego encendió un periódico a manera de antorcha y comenzó a dar de brincos con la intención de incendiar la casa.
—¡Luz, luz! —gritaba—. ¡Un poco de luz! ¡No veo nada! —y por el labio leporino le saltaba la baba. Ella tuvo que atacarlo. Cogiéndolo de la camisa le arrebató el periódico y le dio un empellón.
«Cómo sonó la cabeza», pensó Mercedes. Moisés quedó tendido en el suelo. Ella pisó el periódico hasta extinguir la última chispa y salió al patio a tomar un poco de aire. Atardecía. Cuando Ingresó de nuevo, Moisés seguía en el suelo sin cambiar de posición.
«¿Otra vez», pensó ella. «Ahora sí va de veras», y agachándose trató de reanimarlo. Pero Moisés seguía rígido y ni siquiera respiraba.
Un golpe de viento hizo temblar la llama. Mercedes la miró. Lejos de apagarse, sin embargo, la llama creció se hizo ondulante, se enroscó en los objetos como un reptil. Había algo fascinador, de dañino en su reflejo. Mercedes apartó la vista. «Hasta que se apague no me acostaré», se dijo mirando el piso.
Allí, junto a las manchas oscuras de humedad, estaba la huella que dejó la cabeza. ¡Cómo sonó! Ni siquiera respiraba el pobre y además la baba le salía por el labio roto.
—¡Panchito! —chilló ella—. ¡Panchito! —y el rapaz apareció en el umbral transformado de susto—. ¡Panchito, mira a tu papá, muévelo, dile algo! —Panchito saltó al cuello de su papá y lo sacudió con sus sollozos. Al no encontrar respuesta se levantó y dijo con voz grave, casi indiferente: «No contesta» y se dirigió muy callado al rincón, a buscar su trompo.
Ahora dormía con el trompo en la mano y la guaraca enredada entre los dedos. Seguramente soñaba que bailaba un trompo luminoso en la explanada de una nube. Mercedes sonrió con ternura y volvió a observar sus manos. Estaban cuarteadas como las de un albañil que enyesara. Cuando instalara la verdulería las cuidaría mejor y, además, se llevaría a Panchito consigo. Ya estaba grandecito y razonaba bien.
—Vamos a ponerlo sobre la cama —le dijo a ella observando desde el rincón el cuerpo exánime de su padre.
Entre los dos lo cargaron y lo extendieron en la cama. Ella le cerró los ojos, gimió un poco, luego más, hasta que la atacó una verdadera desesperación.
—¿Qué hacemos, mamá? —preguntó Panchito.
—Espera —murmuró ella al fin—. Iré donde la señora Romelia. Ella me dirá.
Mercedes recordó que mientras atravesaba las calles la invadió un gran sosiego. «Si alguien me viera —pensó— no podría adivinar que mi marido ha muerto». Estuvo pensando todo el camino en la verdulería, con una obstinación que le pareció injusta. Moisés no le quería dar el divorcio. «¡No seas terca, chola! —gritaba—. Yo te quiero, ¡palabra de honor!» Ahora que él no estaba —¿los muertos están acaso?—podría sacar sus ahorros y abrir la tienda. La señora Romelia, además, había aprobado la idea. Después de darle el pésame; y decirle que iba a llamar a la Asistencia Pública, le preguntó: «Y ahora, ¿qué vas a hacer?» Ella contestó: «Abrir una verdulería». «Buena idea —replicó la señora—. Con lo caras que están las legumbres».
Mercedes miró a Moisés que seguía roncando. Seguramente tenía sueños placenteros —una botella de pisco sin fondo— pues el labio leporino se retorcía en una mueca feliz «No podré abrir la tienda —se dijo—. Si él sabe lo de los ahorros se los bebe en menos de lo que canta un gallo».
La vela osciló nuevamente y Mercedes temió que se apagara, pues entonces tendría que acostarse. En la oscuridad no podía pensar tan bien como bajo ese reflejo triste que le daba a su espíritu una profundidad un poco perversa y sin embargo turbadora como un pecado. La señora Romelia, en cambio, no podía soportar esa luz. Cuando la acompañó hasta la casa para los menesteres del velorio, se asustó del pabilo más que del cadáver.
—¡Apaga eso! —dijo—. Pide un farol a tus vecinos.
Luego se aproximó a Moisés y lo miró como a un trasto. «Bebía mucho», dijo y se persignó. Los vecinos, que habían olido seguramente a muerto como los gallinazos, comenzaron a llegar. Entraban asustados, pero al mismo tiempo con ese raro contento que produce toda calamidad cercana y, sin embargo, ajena. Los hombres se precipitaron directamente hacia el cadáver, las mujeres abrazaron a Mercedes y los chicos, a pesar de ser zurrados por sus padres, se empujaban en el umbral para huir espantados apenas veían el perfil del muerto.
Panchito se despertó. Al ver la luz encendida se volvió contra la pared. A Mercedes le provocó acariciarlo, pero se contuvo. Eran nuevamente las manos. Ásperas como la lija hacían daño cuando querían ser tiernas. Ella lo había notado horas antes, durante el velorio, cuando tocó la cara de su hijo. En medio del tumulto, Panchito era el único que permanecía apartado, mirando todo con incredulidad.
—¿Por qué hay tanta gente? —dijo al fin acercándose a ella—. Papá no está muerto.
—¿Qué dices? —exclamó Mercedes apretándole el cuello con una crueldad nerviosa.
—No. No está muerto... Cuando fuiste a buscar a doña Romelia conversé con él.
De una bofetada lo hizo retroceder.
«Estaba fuera de mí!», pensó Mercedes mordiéndose las yemas de los dedos. «¡Estaba fuera de mí!»
—¿Vivo? ¿Vivo? —preguntaron los asistentes—. ¿Quién dice que está vivo? ¿Es posible que esté vivo? ¡Está vivo! ¡Está vivo!
La voz se fue extendiendo, de pregunta se convirtió en afirmación, de afirmación en grito. Los hombres se la echaban unos a otros como si quisieran liberarse de ella. Hubo un movimiento general de sorpresa, pero al mismo tiempo de decepción. Y al influjo de aquella gritería Moisés abrió los ojos.
—¡Mercedes! —gritó. ¿Dónde te has metido, chola? ¡Dame un vaso de agua!
Mercedes sintió sed. Desperezándose sobre la banca se acercó al jarro y bebió. La vela seguía ardiendo. Volvió a su sitio y bostezó. Los objetos se animaron nuevamente en su memoria. Allí, sobre la cama, Moisés se reía con su labio leporino rodeado de los vecinos que, en lugar de felicitarlo, parecían exigir de él alguna disculpa. Allá, en el rincón, Panchito cabizbajo se cogía la mejilla roja. Las mujeres murmuraban. Doña Romelia fruncía el ceño. Fue entonces cuando llegaron de la Asistencia Pública.
—¿Cómo me dijeron que había un muerto? —gritó el enfermero, después de haber tratado inútilmente de encontrar entre los concurrentes un cadáver.
«Parecía disfrazado», pensó Mercedes al recordarlo con su mandil blanco y su gorro sobre la oreja. «Y tenía las uñas sucias como un carnicero».
—En lugar de gritar —dijo doña Romelia— debería usted aprovechar para observar al enfermo.
El enfermero auscultó a Moisés que se reía de cosquillas. Parecía escuchar dentro de esa caja cosas asombrosas, pues su cara se iba retorciendo, como si le hubieran metido dentro de la boca un limón ácido.
«¡Que no beba, que no beba!», pensó Mercedes. «¡Claro!, eso también lo sabía yo».
—Ni un sólo trago —dijo el enfermero—. Tiene el corazón dilatado. A la próxima bomba revienta.
—Sí, a la próxima revienta —repitió Mercedes, recordando la bocina de la ambulancia, perdiéndose en la distancia, como una mala seña. Los perros habían ladrado.
El cuarto quedó vacío. Los hombres se fueron retirando de mala gana, con la conciencia vaga de haber sido engañados. El último se llevó su farol y se plació de ello, como de un acto de despojo. Hubo de encenderse nuevamente la vela. A su reflejo todo pareció poblarse de malos espíritus.
«Todavía me faltaban lavar algunas sábanas», pensó Mercedes y miró sus manos, como si le fuera necesario buscar en ellas alguna razón profunda. Habían perdido toda condición humana. «El enfermero a pesar de tenerlas sucias —pensó— las tenía más suaves que las mías». Con ellas clavó la inyección en la nalga de Moisés, diciendo:
—Ni una gota de alcohol. Ya lo sabe bien.
Doña Romelia también se marchó después de echar un pequeño sermón que Moisés recibió medio dormido. Panchito hizo bailar su trompo por última vez y cayó de fatiga. Todo quedó en silencio. Afuera, en la batea, dormían las sábanas sucias.
—¡No podré abrir la verdulería! —se dijo Mercedes con cierta cólera reprimida y se levantó. Abriendo la puerta del patio quedó mirando el cordel donde las sábanas, ya limpias, flotaban como fantasmas. A sus espaldas la vela ardía, se obstinaba en permanecer. «¿A qué hora se apagará? —murmuró con angustia—. Me caigo de sueño», y se acarició la frente. «Ni una gota de alcohol», el enfermero lo dijo con mucha seriedad, ahuecando la voz, para darle solemnidad a su advertencia.
Mercedes se volvió hacia el cuarto y cerró la puerta. Moisés dormía con el labio leporino suspendido de un sueño. Panchito roncaba con la guaraca enredada entre los dedos. Si ella durmiera a su vez, ¿con que estaría soñando? Tal vez con un inmenso depósito de verduras y unos guantes de goma para sus manos callosas. Soñaría también que Panchito se hacía hombre a su lado y se volvería cada vez más diferente a su padre.
La vela estaba a punto de extinguirse. Mercedes apoyó una rodilla en la banca y cruzó los brazos. Aún le quedaban unos segundos. Mientras tendía las sábanas había mirado la luna, había tenido el primer estremecimiento. A la luz de la vela, en cambio, su corazón se había calmado, sus pensamientos se habían hecho luminosos y cortantes, como hojas de puñal. «Aún me queda tiempo», pensó y se aproximó a la canasta de ropa sucia. Sus manos se hundieron en ese mar de prendas ajenas y quedaron jugando con ellas, distraídamente, como si todavía le quedara una última duda. «¡Se apaga, se apaga!», murmuró mirando de reojo el candelero y sin podérselo explicar sintió unas ganas invencibles de llorar. Por último hundió los brazos hasta el fondo de la canasta. Sus dedos tocaron la curva fría del vidrio. Se incorporó y de puntillas se encaminó hasta la cama. Moisés dormía. Junto a su cabecera estaba la maleta de albañil. La botella de aguardiente fue colocada al lado del nivel, de la plomada, de las espátulas salpicadas de yeso. Luego se metió bajo las sábanas y abrazó a su marido. La vela se extinguió en ese momento sin exhalar un chasquido. Los malos espíritus se fueron y sólo quedó Mercedes, despierta, frotándose silenciosamente las manos, como si de pronto hubieran dejado ya de estar agrietadas.
París, 1953