El anciano se sienta
al sol cada mañana
con todos sus
preciosos huesos
bien contados y en
orden, su tesoro.
Conmueve al sol
aquella ingenuidad antigua
como el rumor de los
primeros árboles
pidiendo admiración,
respeto, un poco de homenaje
para la frágil
sabiduría
que delicadamente
ordena los preciosos huesos,
y prestándose con
gusto a la farsa
cómo transforma los
agotados puños
y el encallecido
corazón de las botas.
Si bien más tarde el
sol con dedos ágiles
debe recobrar sus
llaves, sus monedas,
todo el ingenuo
disfraz, toda la dicha,
y lentamente y con
prudencia va dejándolo
al fin dormido, a
solas con el sueño.