sábado, 29 de enero de 2022

Juan Bosch. Cuentos escritos antes del exilio

LA MUJER

 

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba, crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: Un becerro, sin duda, estropeado por auto.

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes que hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándola de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

—¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonzada!

—Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó —quería ella explicar.

—¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá; no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía a la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara.

—¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero casi toda la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre.

Chepe entró por el patio.

—¡Te dije que no quería verte más aquí, condenada!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarla ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín, pequeñín, comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía brillar la luz en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos, embutidos en el acero.

 

viernes, 28 de enero de 2022

Rafael Alberti. Sobre los ángeles

LOS ÁNGELES DE LAS RUINAS

Pero por fin llegó el día, la hora de las palas y los cubos.

No esperaba la luz que se vinieran abajo los minutos

porque distraía en el mar la nostalgia terrestre de los ahogados.

Nadie esperaba que los cielos amanecieran de esparto

ni que los ángeles ahuyentaran sobre los hombres astros de cardenillo.

 

Los trajes no esperaban tan pronto la emigración de los cuerpos.

Por un alba navegable huía la aridez de los lechos.

 

Se habla de la bencina,

de las catástrofes que causan los olvidos inexplicables.

Se murmura en el cielo de la traición de la rosa.

Yo comento con mi alma el contrabando de la pólvora,

a la izquierda del cadáver de un ruiseñor amigo mío.

No os acerquéis.

 

Nunca pensasteis que vuestra sombra volvería a la sombra

cuando una bala de revólver hiriera mi silencio.

Pero al fin llegó ese segundo,

disfrazado de noche que espera un epitafio.

La cal viva es el fondo que mueve la proyección de los muertos.

 

Os he dicho que no os acerquéis.

Os he pedido un poco de distancia:

la mínima para comprender un sueño

y un hastío sin rumbo haga estallar las flores y las calderas.

 

La luna era muy tierna antes de los atropellos

y solía descender a los hornos por las chimeneas de las fábricas.

Ahora fallece impura en un mapa imprevisto de petróleo,

asistida por un ángel que le acelera la agonía.

Hombres de cinc, alquitrán y plomo la olvidan.

 

Se olvidan hombres de brea y fango

que sus buques y sus trenes,

a vista de pájaro,

son ya en medio del mundo una mancha de aceite,

limitada de cruces por todas partes.

Se han olvidado.

 

Como yo, como todos.

Y nadie espera ya la llegada del expreso,

la visita oficial de la luz a los mares necesitados,

la resurrección de las voces en los ecos que se calcinan.