I
Vamos a pasear por
los extraños pueblos
ungidos con la sombra
leve de los jazmines
y el olor de la noche
como un recuerdo.
Despacio iremos entre
los almacenes de su vida,
los de canosas tejas
soñándonos el aire,
las meditadas nubes,
las palomas oscuras y tranquilas.
Quien ha dicho: la
tarde viene de pronto como la tristeza
cuando
colma el pecho del hombre como un antiguo himno,
así la tarde crecía
en sus iglesias.
Camino desolado, tú,
el que cruza los umbrosos
y gigantescos
árboles, aligera tu marcha, pues el campo
a esta hora trae sus
miedos, sus criaturas de queja.
II
Si nunca vieron el
mar en este pueblo.
Nunca vieron el mar,
aquí la noche
de flancos espinosos
y fatales
y el aroma profundo
de la seca.
Las mamparas ocultas,
las moradas,
miran a solas la
penumbra vieja
y en la penumbra el
jarro de florones mustios.
Y el humo acre
silencioso llega
enredándose ágil por
las vigas
del portal que sereno
los acoge.
Más allá de las
tablas y los plátanos,
al otro lado recio de
la tierra
está la noche
desvelada y pura.
Y es el humo de casa
lo que vieron.
III
Más lejanos a veces
que los augustos árboles
frescos de la
penumbra que reúnen las aguas
en sus parques
ocultos, son los pueblos.
De los sedientos
muros militares, erguidos
a la orilla
misteriosa del campo, trémulo
de sequedad antigua y
verde marejada.
Qué inquietud daba
siempre
la silenciosa playa
de intemperie
donde termina, qué
despacio, el pueblo solo!
Ceiba distante,
barco, deshabitada, libre,
a quien rozan las
nubes con difícil espuma,
te despojas del
tiempo como de un traje usado.
En tanto escuchamos
las profecías de las aguas
dichas por viejas
españolas mágicas
y recelamos de la
noche, de su purpúrea jiba y oleaje.
Vamos a pasear por
los extraños pueblos.