A Manuel Gutiérrez Nájera
Lejos
brilla el Jordán de azules ondas
que
esmalta el Sol de lentejuelas de oro,
atravesando
las tupidas frondas,
pabellón
verde del bronceado toro.
Del
majestuoso Líbano en la cumbre
erige
su ramaje el cedro altivo,
y del
día estival bajo la lumbre
desmaya
en los senderos el olivo.
Piafar
se escuchan árabes caballos
que,
a través de la cálida arboleda,
van
levantando con sus férreos callos,
en la
ancha ruta, opaca polvareda.
Desde
el confín de las lejanas costas,
sombreadas
por los ásperos nopales,
enjambres
purpurinos de langostas
vuelan
a los ardientes arenales.
Ábrense
en las llanuras las cavernas
pobladas
de escorpiones encarnados,
y al
borde de las límpidas cisternas
embalsaman
el aire los granados.
En
fogoso corcel de crines blancas,
lomo
robusto, refulgente casco,
belfo
espumante y sudorosas ancas,
marcha
por el camino de Damasco,
Saulo,
elevada su bruñida lanza
que,
a los destellos de la luz febea,
mientras
el bruto relinchando avanza,
entre
nubes de polvo centellea.
Tras
las hojas de oscuros olivares
mira
de la ciudad los minaretes,
y
encima de los negros almenares
ondear
los azulados gallardetes.
Súbito,
desde lóbrego celaje
que
desgarró la luz de hórrido rayo,
oye
la voz de célico mensaje,
cae
transido de mortal desmayo,
bajo
el corcel ensangrentado rueda,
su
lanza estalla con vibrar sonoro
y, a
los reflejos de la luz, remeda
sierpe
de fuego con escamas de oro.
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