Nadie sale. Parece
que
cuando llueve en México, lo único
posible
es encerrarse
desajustadamente
en guerra mínima,
a
pensar los ochenta minutos de la hora
en que
es hora de lágrimas.
En que
es el tiempo de ponerse,
encenizado
de colillas fúnebres,
a
velar con cerillos
algún
recuerdo ya cadáver;
tiempo
de aclimatarse al ejercicio
de
perder las mañanas
por no
saber qué hacerse por las tardes.
Y
tampoco es el caso de olvidarse
de que
la vida está, de que los perros
como
gente se anublan en las calles,
y
cornudos cabestros
llevan
a su merced tan buenos toros.
No es
cosa de olvidarse
de la
muela incendiada, o del diamante
engarzado
al talón por el camino,
o del
aburrimiento.
A la
verdad, parece.
Pero
sin olvidar, pero acordándose,
pero
con lluvia y todo, tan humanas
son
las cosas de afuera, tan de filo,
que
quisiera que alguna me llamara
sólo
por darme el regocijo
de
contestar que estoy aquí,
o
gritar el quién vive
nada
más que por ver si me responden.
Pienso:
si tú me contestaras.
Si
pudiera hablar en calma con mi viuda.
Si
algo valiera lo que estoy pensando.
Llueve
en México; llueve
como
para salir a enchubascarse
y a
descubrir, como un borracho auténtico,
el
secreto más íntimo y humilde
de la
fraternidad; poder decirte
hermano
mío si te encuentro.
Porque
tú eres mi hermano. Yo te quiero.
Acaso
sea punto de lenguaje;
de
ponerse de acuerdo sobre el tipo
de
cambio de las voces,
y en
la señal para soltar la marcha.
Y
repetir ardiendo hasta el descanso
que no
es para llorar, que no es decente.
Y
porque, a la verdad, no es para tanto.
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