quam magnus numerus Libyssae arenae
...
aut quam sidera multa, cum tacet nox,
furtiuos hominum uident amores.
Catulo, VII
Imagínate ahora que tú y yo
muy tarde ya en
la noche
hablemos hombre
a hombre, finalmente.
Imagínatelo,
en una de esas
noches memorables
de rara
comunión, con la botella
medio vacía, los
ceniceros sucios,
y después de
agotado el tema de la vida.
Que te voy a
enseñar un corazón,
un corazón
infiel,
desnudo de
cintura para abajo,
hipócrita lector
—mon semblable, —mon frère!
Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien me tira
del cuerpo hacia otros cuerpos
a ser posible
jóvenes:
yo persigo
también el dulce amor,
el tierno amor
para dormir al lado
y que alegre mi
cama al despertarse,
cercano como un
pájaro.
¡Si yo no puedo
desnudarme nunca,
si jamás he
podido entrar en unos brazos
sin sentir
—aunque sea nada más que un momento—
igual
deslumbramiento que a los veinte años!
Para saber de
amor, para aprenderle,
haber estado
solo es necesario.
Y es necesario en
cuatrocientas noches
—con
cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber hecho el
amor. Que sus misterios,
como dijo el
poeta, son del alma,
pero un cuerpo
es el libro en que se leen.
Y por eso me alegro de haberme revolcado
sobre la arena
gruesa, los dos medio vestidos,
mientras buscaba
ese tendón del hombro.
Me conmueve el
recuerdo de tantas ocasiones...
Aquella
carretera de montaña
y los bien
empleados abrazos furtivos
y el instante
indefenso, de pie, tras el frenazo,
pegados a la
tapia, cegados por las luces.
O aquel
atardecer cerca del río
desnudos y
riéndonos, de yedra coronados.
O aquel portal
en Roma —en vía del Babuino.
Y recuerdos de
caras y ciudades
apenas
conocidas, de cuerpos entrevistos,
de escaleras sin
luz, de camarotes,
de bares, de
pasajes desiertos, de prostíbulos,
y de infinitas
casetas de baños,
de fosos de un
castillo.
Recuerdos de
vosotras, sobre todo,
oh noches en
hoteles de una noche,
definitivas
noches en pensiones sórdidas,
en cuartos
recién fríos,
noches que
devolvéis a vuestros huéspedes
un olvidado
sabor a sí mismos!
La historia en
cuerpo y alma, como una imagen rota,
de la langueur goutée à ce mal d’être deux.
Sin despreciar
—alegres como
fiesta entre semana—
las experiencias
de promiscuidad.
Aunque sepa que nada me valdrían
trabajos de amor
disperso
si no existiese
el verdadero amor.
Mi amor,
íntegra imagen de mi vida,
sol de las
noches mismas que le robo.
Su juventud, la mía,
—música de mi
fondo—
sonríe aún en la
imprecisa gracia
de cada cuerpo
joven,
en cada encuentro
anónimo,
iluminándolo.
Dándole un alma.
Y no hay muslos
hermosos
que no me hagan
pensar en sus hermosos muslos
cuando nos
conocimos, antes de ir a la cama.
Ni pasión de una noche de dormida
que pueda
compararla
con la pasión
que da el conocimiento,
los años de
experiencia
de nuestro amor.
Porque en amor
también
es importante el
tiempo,
y dulce, de
algún modo,
verificar con
mano melancólica
su perceptible
paso por un cuerpo
—mientras que
basta un gesto familiar
en los labios,
o la ligera
palpitación de un miembro,
para hacerme
sentir la maravilla
de aquella
gracia antigua,
fugaz como un
reflejo.
Sobre su piel borrosa,
cuando pasen más
años y al final estemos,
quiero aplastar
los labios invocando
la imagen de su
cuerpo
y de todos los
cuerpos que una vez amé
aunque fuese un
instante, deshechos por el tiempo.
Para pedir la
fuerza de poder vivir
sin belleza, sin
fuerza y sin deseo,
mientras
seguimos juntos
hasta morir en
paz, los dos,
como dicen que
mueren los que han amado mucho.
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