En un poema (por otra parte más bien malo) acabo de leer, y me ha
impresionado,
Que no se grabó tu voz, de la que tanto hablan los que te conocieron;
Que no se grabó tu voz, y que esos nuevos viejos,
Esos hombres de más de sesenta años que empiezan ahora a extinguirse en masa,
Y que fueron tus maravillados coetáneos,
Están, al morirse, llevándose consigo, borrando de la tierra la última memoria de tu voz.
Dentro de poco tiempo (digamos otros treinta años),
No quedará nadie en el planeta
Que pueda recordar cómo tú hablabas,
Cantabas,
Reías,
Presumiblemente llorabas.
Tu voz será olvidada para siempre.
Así también serás todo tú olvidado
Dentro de trescientos,
Tres mil
O treinta mil años.
Quizás se olvide hasta la idea misma de la poesía,
Eso de que eras dueño,
Y que por una parte mira a las palabras
Y por la otra al alma.
Hay pues que apresurarse
A hacerte el desagravio,
Fresca todavía la muerte.
Porque después de un deslumbramiento adolescente,
En que te pasábamos de mano en mano, hecho tan sólo un nombre, como Sócrates o Leonardo
(los otros eran Machado, Unamuno, Martí, Neruda, Alberti.
Sólo Juan Ramón y tú
Eran Juan Ramón y Federico);
Después de entonces,
Llegaron los otros
Y vinieron los días de negarte.
Qué injusticia, Federico,
Qué injusticia —quizás imprescindible: los vivos se nutren de los muertos,
Pero no lo proclaman—.
Ahora es necesario que rindan homenaje
No sólo los discurseros
Y los que te hacen biografías y estudios,
Sino los negros magníficos que amaste y que desafían a perros y a blancos,
Las diez mil prostitutas que prometen desfilar por Santiago de Chile,
Los pobres muchachos equívocos, las salamandras de cinco patas, arrojados del mundo,
Los sobrantes, los estupefactos.
Y los poetas.
Ahora que vamos a tener la edad
Que es la tuya para siempre,
Es un acto de justicia
Tan fatal, tan necesaria como la otra injusticia,
Decir que teníamos razón entonces, a la salida apenas de la niñez,
Cuando Federico era un hombre electrizado,
Una llama que se intercambia en las tinieblas,
Un tesoro, un amigo inolvidable arrebatado en la noche en que empezó el invierno.
Sabías más, eras mejor, y el candor o la inocencia
O la avidez o el desamparo
Te descubrían para crecer.
Mi raro, mi sobrecogedor hermano mayor,
Antes de que desaparezcas para siempre,
Con los tobillos rotos, complicados instrumentos músicos al cuello,
Los ojos arrasados en lágrimas,
El pecho y la cabeza agujereados;
Antes de que desaparezcamos para siempre,
Voy a abrazarte, más bien emocionado,
En este viento que nos enseñaste a nombrar
Con palabras que te ibas sacando del bolsillo,
Y eso que para entonces ya estabas muerto, muerto,
Y no eras sino páginas, y ya habían empezado a perderse
Las palabras de carne y hueso que hicieron estremecer al mundo
Hasta ese agosto de 1936, hace ahora treinta años,
En que las bestias siempre al acecho te fusilaron porque sí,
Porque todo,
Porque así se terminan los poetas.
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