A Gertrudis Duby
He buscado mi rostro entre las piedras
—señal de cataclismo—
y sólo hallé la resquebrajadura
donde el tiempo triunfó; donde la guerra
clavó su lanza que es necesidad,
necesidad con punta de hierro ya mellado
y con asta podrida del viento y de intemperie.
Busqué mi rostro allí donde el antepasado
marcó su huella en signos, en figuras
y no reconocí más que el misterio.
Aquí estuvo y no está, rescoldo frío
junto al que nadie puede detenerse.
Y, alrededor, la selva. ¡Cuánta corteza de árbol
en que ningún cuchillo de viajero
grabó la letra, el rumbo!
¡Cuánta hoja diciendo su idioma incomprensible!
¡Cuánta raíz a la que no desciendo!
Bajo mis ojos han pasado ríos
anónimos, fugaces.
Se iban en murmullos, sí, pero no cuajaban
en palabra de espejo
sino en profunda voz de abismo, en suave
invitación a convertirme en agua.
Con paso cauteloso me arrimé al campamento
de los hombres. Me vieron
con esos mismo ojos que calculan
el peso del ganado
o la totalidad de la cosecha.
Sin hablar me pusieron un lugar en la mesa,
me dieron un bocado y después la madrina
me señaló el quehacer, me ordenó la faena.
Aquí estoy. Tejedora, lavandera,
desgranadora de maíz y, a veces, en la noche
cuando el sueño no acude,
relatora de historias.
Cuento la eterna lucha de los dioses
para vencer al caos
y las primeras peregrinaciones
y los que se perdieron o acabaron
antes de presenciar el milagro del alba.
Cuento de las ciudades, gloria de un día y luego
olvido de los siglos.
Otras cosas también; astucias de animales
pequeños. Y victorias
del hazañoso que arrancó la piel
al león, al tigre o que engañó a la zorra.
De mí no sé. Devano las memorias ajenas.
Pero hay entre la tribu
uno que no es igual a los demás, que inventa,
que da nombre a los seres
y que forma figuras de barro con las manos.
Ése me ha prometido
decirme alguna vez las sílabas exactas
que desde la creación me pertenecen.
Me las dirá en la fecha marcada por los astros
pues no quiere que el dueño
se apodere de ellas, ni que el otro
las use como un pobre utensilio cotidiano.
Me ha dicho: será el nombre
con que te llame tu hijo
cuando tenga hambre o miedo de estar solo.
Y ha puesto entre mis manos este pedazo de ámbar
para que me recuerden
—después, cuando yo muera— aquellos que me amaron.
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