viernes, 14 de enero de 2022

Ángel González. 101 + 19 = 120 poemas

DISCURSO A LOS JÓVENES

 

De vosotros,

los jóvenes,

espero

no menos cosas grandes que las que realizaron

vuestros antepasados.

Os entrego

una herencia grandiosa:

sostenedla.

Amparad ese río

de sangre, sujetad con segura

mano

el tronco de caballos

viejísimos,

pero aún poderosos,

que arrastran con pujanza

el fardo de los siglos

pasados.

 

Nosotros somos estos

que aquí estamos reunidos,

y los demás no importan.

 

Tú, Piedra,

hijo de Pedro, nieto

de Piedra

y biznieto de Pedro,

esfuérzate

para ser siempre piedra mientras vivas,

para ser Pedro Petrificado Piedra Blanca,

para no tolerar el movimiento,

para asfixiar en moldes apretados

todo lo que respira o que palpita.

A ti,

mi leal amigo,

compañero de armas,

escudero,

sostén de nuestra gloria,

joven alférez de mis escuadrones

de arcángeles vestidos de aceituna,

sé que no es necesario amonestarte:

con seguir siendo fuego y hierro,

basta.

Fuego para quemar lo que florece.

Hierro para aplastar lo que se alza.

 

Y finalmente,

tú, dueño

del oro y de la tierra,

poderoso impulsor de nuestra vida,

no nos faltes jamás.

Sé generoso

con aquellos a los que necesitas,

pero guarda,

expulsa de tu reino,

mantenlos más allá de tus fronteras,

déjalos que se mueran,

si es preciso,

a los que sueñan,

a los que no buscan

más que luz y verdad,

a los que deberían ser humildes

y a veces no lo son, así es la vida.

 

Si alguno de vosotros

pensase

yo le diría: no pienses.

 

Pero no es necesario.

Seguid así,

hijos míos,

y yo os prometo

paz y patria feliz,

orden,

silencio.

 

jueves, 13 de enero de 2022

Rubén Bonifaz Nuño. Fuego de pobres

 
Nadie sale. Parece
que cuando llueve en México, lo único
posible es encerrarse
desajustadamente en guerra mínima,
a pensar los ochenta minutos de la hora
en que es hora de lágrimas.
 
En que es el tiempo de ponerse,
encenizado de colillas fúnebres,
a velar con cerillos
algún recuerdo ya cadáver;
tiempo de aclimatarse al ejercicio
de perder las mañanas
por no saber qué hacerse por las tardes.
 
Y tampoco es el caso de olvidarse
de que la vida está, de que los perros
como gente se anublan en las calles,
y cornudos cabestros
llevan a su merced tan buenos toros.
 
No es cosa de olvidarse
de la muela incendiada, o del diamante
engarzado al talón por el camino,
o del aburrimiento.
 
A la verdad, parece.
Pero sin olvidar, pero acordándose,
pero con lluvia y todo, tan humanas
son las cosas de afuera, tan de filo,
que quisiera que alguna me llamara
sólo por darme el regocijo
de contestar que estoy aquí,
o gritar el quién vive
nada más que por ver si me responden.
 
Pienso: si tú me contestaras.
Si pudiera hablar en calma con mi viuda.
Si algo valiera lo que estoy pensando.
 
Llueve en México; llueve
como para salir a enchubascarse
y a descubrir, como un borracho auténtico,
el secreto más íntimo y humilde
de la fraternidad; poder decirte
hermano mío si te encuentro.
Porque tú eres mi hermano. Yo te quiero.
 
Acaso sea punto de lenguaje;
de ponerse de acuerdo sobre el tipo
de cambio de las voces,
y en la señal para soltar la marcha.
 
Y repetir ardiendo hasta el descanso
que no es para llorar, que no es decente.
Y porque, a la verdad, no es para tanto. 
 
 

miércoles, 12 de enero de 2022

Nicolás Guillén. Tengo

¿PUEDES?

 

¿Puedes venderme el aire que pasa entre tus dedos

y te golpea la cara y te despeina?

¿Tal vez podrías venderme cinco pesos de viento,

o más, quizás venderme una tormenta?

¿Acaso el aire fino

me venderías, el aire

(no todo) que recorre

en tu jardín corolas y corolas,

en tu jardín para los pájaros,

diez pesos de aire fino?

 

El aire gira y pasa

en una mariposa.

Nadie lo tiene, nadie.

 

¿Puedes venderme cielo,

el cielo azul a veces,

o gris también a veces,

una parcela de tu cielo,

el que compraste, piensas tú, con los árboles

de tu huerto, como quien compra el techo con la casa?

¿Puedes venderme un dólar

de cielo, dos kilómetros

de cielo, un trozo, el que tú puedas,

de tu cielo?

 

El cielo está en las nubes.

Altas las nubes pasan.

Nadie las tiene, nadie.

 

¿Puedes venderme lluvia, el agua

que te ha dado tus lágrimas y te moja la lengua?

¿Puedes venderme un dólar de agua

de manantial, una nube preñada,

crespa y suave como una cordera,

o bien agua llovida en la montaña,

o el agua de los charcos

abandonados a los perros,

o una legua de mar, tal vez un lago,

cien dólares de lago?

 

El agua cae, rueda.

El agua rueda, pasa.

Nadie la tiene, nadie.

 

¿Puedes venderme tierra, la profunda

noche de las raíces; dientes

de dinosaurios y la cal

dispersa de lejanos esqueletos?

¿Puedes venderme selvas ya sepultadas, aves muertas,

peces de piedra, azufre

de los volcanes, mil millones de años

en espiral subiendo? ¿Puedes

venderme tierra, puedes

venderme tierra, puedes?

 

La tierra tuya es mía.

Todos los pies la pisan.

Nadie la tiene, nadie.