Yo morí de un corazón
hecho cenizas.
Crommelynck, Carina
Adiós, gacela herida.
Tu corazón manando dura nieve es ahora más frío que la corola abierta en la escarcha del lago.
Déjame entre las manos el último suspiro
para envolver en cierzo el desprecio que rueda por mi cara,
el asco de mirar la cenagosa piel del día en que me quedo.
Duerme, Carina, duerme,
allá, donde no seas la congelada imagen de toda tu desdicha,
ese cielo caído en que te abismas cuando muere la gloria del amor,
y al que la misma muerte llegará ya cumplida.
Tu soledad me duele como un cuerpo violado por el crimen.
Tu soledad: un poco de cada soledad.
No. Que no vengan las gentes.
Nadie limpie su llanto en el sedoso lienzo de tu sombra.
¿Quién puede sostener siquiera en la memoria esa estatua sin nadie donde caes?
¿Con qué vano ropaje de inocencia ataviarían ellos tu salvaje pureza?
¿En qué charca de luces mortecinas verían esconderse el rostro de tu amor consumido en sí mismo como el fuego?
¿Desde qué innoble infierno medirían la sagrada vergüenza de tu sangre?
Siempre los mismos nombres para tantos destinos.
Y aquel a quien amaste,
el que entreabrió los muros por donde tu pasado huye sin detenerse como por una herida,
sólo puede morder el polvo de tus pasos,
y llorar, nada más que llorar con las manos atadas,
llorar sobre los nudos del arrepentimiento.
Porque no resucitan a la luz de este mundo los días que apagamos.
No hablemos de perdón. No hablemos de indulgencia.
Esos pálidos hijos de los renunciamientos,
esos reyes con ojos de mendigo contando unas monedas en el desván raído de los sueños,
cuando todo ha caído
y la resignación alza su canto en todos los exilios.
Duerme, Carina, duerme,
triste desencantada,
amparada en tu muerte más alta que el desdén,
allá, donde no eres el deslumbrante luto que guardas por ti misma,
sino aquella que rompe la envoltura del tiempo
y dice todavía:
Yo no morí de muerte, Federico,
morí de un corazón hecho cenizas.
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