I
Tened
presente el hambre: recordad su pasado
turbio de
capataces que pagaban en plomo.
Aquel jornal
al precio de la sangre cobrado,
con yugos en
el alma, con golpes en el lomo.
El hambre
paseaba sus vacas exprimidas,
sus mujeres
resecas, sus devoradas ubres,
sus ávidas
quijadas, sus miserables vidas
frente a los
comedores y los cuerpos salubres.
Los años de
abundancia, la saciedad, la hartura,
eran sólo de
aquellos que se llamaban amos.
Para que
venga el pan justo a la dentadura
del hambre de
los pobres aquí estoy, aquí estamos.
Nosotros no
podemos ser ellos, los de enfrente,
los que
entienden la vida por un botín sangriento:
como los
tiburones, voracidad y diente,
panteras
deseosas de un mundo siempre hambriento.
Años del
hambre han sido para el pobre sus años.
Sumaban para
el otro su cantidad los panes.
Y el hambre
alobadaba sus rapaces rebaños
de cuervos,
de tenazas, de lobos, de alacranes.
Hambrientamente
lucho yo, con todas mis brechas,
cicatrices y
heridas, señales y recuerdos
del hambre,
contra tantas barrigas satisfechas:
cerdos con
un origen peor que el de los cerdos.
Por haber
engordado tan baja y brutalmente,
más abajo de
donde los cerdos se solazan,
seréis
atravesados por esta gran corriente
de espigas
que llamean, de puños que amenazan.
No habéis
querido oír con orejas abiertas
el llanto de
millones de niños jornaleros.
Ladrabais
cuando el hambre llegaba a vuestras puertas
a pedir con
la boca de los mismos luceros.
En cada
casa, un odio como una higuera fosca,
como un
tremante toro con los cuernos tremantes,
rompe por
los tejados, os cerca y os embosca,
y os
destruye a cornadas, perros agonizantes.
II
El hambre es
el primero de los conocimientos:
tener hambre
es la cosa primera que se aprende.
Y la
ferocidad de nuestros sentimientos,
allá donde
el estómago se origina, se enciende.
Uno no es
tan humano que no estrangule un día
pájaros sin
sentir herida en la conciencia:
que no sea
capaz de ahogar en nieve fría
palomas que
no saben si no es de la inocencia.
El animal
influye sobre mí con extremo,
la fiera
late en todas mis fuerzas, mis pasiones.
A veces, he
de hacer un esfuerzo supremo
para acallar
en mí la voz de los leones.
Me
enorgullece el título de animal en mi vida,
pero en el
animal humano persevero.
Y busco por
mi cuerpo lo más puro que anida,
bajo tanta
maleza, con su valor primero.
Por hambre
vuelve el hombre sobre los laberintos
donde la
vida habita siniestramente sola.
Reaparece la
fiera, recobra sus instintos,
sus patas
erizadas, sus rencores, su cola.
Arroja sus
estudios y la sabiduría,
y se quita
la máscara, la piel de la cultura,
los ojos de
la ciencia, la corteza tardía
de los
conocimientos que descubre y procura.
Entonces
solo sabe del mal, del exterminio.
Inventa
gases, lanza motivos destructores,
regresa a la
pezuña, retrocede al dominio
del
colmillo, y avanza sobre los comedores.
Se ejercita
en la bestia, y empuña la cuchara
dispuesto a
que ninguno se le acerque a la mesa.
Entonces
sólo veo sobre el mundo una piara
de tigres, y
en mis ojos la visión duele y pesa.
Yo no tengo
en el alma tanto tigre admitido,
tanto chacal
prohijado, que el vino que me toca,
el pan, el
día, el hambre no tenga compartido
con otras
hambres puestas noblemente en la boca.
Ayudadme a
ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta,
encarnizada, sitiada eternamente.
Yo, animal
familiar, con esta sangre obrera
os doy la
humanidad que mi canción presiente.
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