Entonces había mucha gente tratando de irse. Mucha gente haciendo sus planes y sus cálculos. Se inclinaban de noche sobre los mapas y trazaban rutas en el agua. Gastaban el dinero en cualquier embarcación. Vendían las reliquias y las joyas para comprar un bote que pudiera sacarlos de la isla. Todos los ahorros se entregaban por un bote que aguantara bien el mar. Por una lancha vieja, o por cualquier cosa con motor. Por cualquier cascarón sin pintura y sin nombre que pudiera flotar sobre las olas y se dejara empujar por el viento.
De noche se quedaba la gente mirando el mar. Hasta muy tarde se quedaban en la costa. Miraban las olas que se rompían contra el muro con espuma abundante. Con el brillo de las fosforescencias marinas. Se rompían las olas con un bramido de agua que decía de otra vida en ciudades lejanas. De otra vida y otra gente. De otras cosas y de otras maneras, y la gente lo creía. Lo comentaban entre sí. Decían que pronto cambiaría todo. Que todo sería mejor en el futuro.
La gente miraba las olas y el horizonte. Más allá del horizonte y de las olas estaba la otra vida. La gente hacía sus planes de irse. Las familias enteras. Los padres con los hijos. Las novias con los novios. Encendían velas a los santos y prometían portarse bien. Prometían estudiar y prepararse para la vida nueva que los esperaba detrás de las olas, sobre el horizonte, en algún sitio lejano, en algún lugar desconocido.
Las familias enteras miraban el mar. Los jóvenes y los viejos miraban. Los que aún crecían miraban también. Lo aprendieron de los padres y de los abuelos. Lo aprendieron en la calle y en el patio de la casa. Lo aprendieron en los parques de la ciudad.
Y mirar el mar se les hizo costumbre.
La ciudad se quedaba vacía por las noches. La ciudad entera se mudaba a la costa.
La gente no podía hablar de otra cosa que no fuera el mar. Conocían los caminos en el agua como las calles de la ciudad. Cocinaban en fogones improvisados en la costa. Comían hablando del mar. Hacían el amor y esperaban su momento.
Y hubo mares tranquilos y mares revueltos. Hubo mares tan profundos como el gran océano, y mares con el fondo claro y cercano. Y hubo mares perfectos para irse.
Pero el momento nunca llegó.
Esperaron mucho tiempo, y se cansaron de esperar. Regresaron a sus casas y siguieron viviendo como antes. Con sus problemas grandes y sus problemas pequeños. Con sus alegrías y sus escaseces. Con sus cosas de a diario y sus cosas de siempre. Con sus nostalgias por la otra vida y sus planes guardados en secreto. Con sus ilusiones quebradas y sus esperanzas muertas.
Entonces alguien habló de La Nada.
Lo supieron por un mensaje cifrado.
Alguien que tenía sus primos del otro lado del mar.
Alguien dijo que las lanchas llegarían a La Nada.
Y La Nada estaba lejos de la ciudad.
Estaba lejos La Nada, y no estaba en los mapas.
Sólo los santos sabían dónde estaba.
Y los santos hablaron.
En algún punto de la costa estaba La Nada. Detrás de los montes secos y de los charrascos. Detrás de los peligros y las plantas de guao. Pero el guao y los peligros no pudieron aguantar a la gente. Fueron pocos los que lo supieron porque todo se mantuvo en secreto. Del otro lado del mar recomendaban discreción. Sólo se podía correr la voz entre los más cercanos. Se podía hablar de los planes sin revelar el lugar. Sin decir la ruta precisa. Sin mencionar los nombres de los guías y de los contactos.
Se les podía decir a los hermanos porque eran hermanos. A los primos buenos si lo merecían. A los padres y a los hijos. A las novias y a las esposas se les podía decir.
Las familias enteras tomaron el camino de La Nada.
Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías. Con el tiempo quedó vacía la ciudad.
Las familias enteras tomaron el camino de La Nada. Las familias se fueron con sus niños y sus viejos. Pero pocas familias, porque alguien aconsejó discreción. Se marchaban de noche para no revelar el secreto. Anunciaban que se iban a pasar unos días en el campo y desaparecían de la ciudad. Amanecían las casas vacías. Las casas sin los ruidos de siempre. Sin la risa de los niños ni la discusión de los mayores. Sin el quejido de los viejos ni el ladrido de los perros. Con el tiempo quedaron las casas silenciosas y vacías.
Con el tiempo quedó vacía la ciudad.
Algo en él no encajaba con la idea general que teníamos de un guía. De momento no pudimos adivinar lo que era, y nos sentimos incómodos. Estuvimos un poco nerviosos. Un poco con miedo. Estábamos lejos de la ciudad. Cualquier cosa podía parecernos extraña. Cualquier cosa podía ser un peligro. Conocíamos un montón de historias de gente que se iba y las pasó muy mal. Y en el monte podía pasar cualquier cosa. No estábamos acostumbrados a las sorpresas que podía guardarnos el monte.
Cuando el hombre se acercó, descubrimos que tenía los ojos demasiado grandes.
Era un hombre no demasiado viejo con los ojos demasiado grandes.
Tenía unos ojos como almendras, o como pelotas brillantes. Unos ojos como los ojos de un ciervo. Unos ojos redondos y brillantes como debían ser los ojos de un ciervo. No habíamos visto nunca un ciervo de cerca, pero había en los ojos demasiado grandes del hombre algo de animal salvaje. Algo como enormes ventanas abiertas, como sólo podían ser los grandes ojos de un ciervo.
El hombre nos miró de cerca con sus ojos enormes. Nos miró las mochilas y la ropa. Nos miró los zapatos y las manos. Nos miró la piel. Nos olió de cerca. Nos tocó la cara.
Debía ser el hombre que buscábamos. Tenía que ser él. Nos habían alertado sobre el tamaño de sus ojos. Nos habían dado sus señas y su nombre. Pero no esperábamos encontrar un hombre con los ojos tan grandes, como almendras, o como pelotas brillantes.
Le extendimos el papel.
El hombre hizo un gesto para darnos a entender que el papel no hacía falta.
—Los estaba esperando —dijo, y se metió en el monte.
Se movía con agilidad entre la vegetación. Esquivaba las zarzas y la sombra de los guaos. Nos pedía hacer lo mismo. Indicaba la forma de saltar las zanjas profundas, los declives y los barrancos. Saltaba sobre las zanjas con la soltura de un ciervo. Con la ligereza de los animales salvajes. Pero todo el tiempo nos daba la espalda. Sólo se volvía cuando nos quedábamos muy atrás. Cuando nos quedábamos enganchados en las espinas de las zarzas.
Se detenía y esperaba por nosotros cuando las zanjas eran demasiado profundas y nos tardábamos mucho tiempo saltándolas. Decidiéndonos. Escogiendo el momento del salto. Aguantando la respiración en el segundo final. El hombre se detenía y nos miraba. Sólo nos miraba. Se volvía y nos mostraba sus ojos. Sus ojos demasiado grandes. Sus enormes ojos de ciervo. Brillaban bajo el sol como linternas opacas. Como ventanales, o como trampas de luz que se abrían o cerraban cuando el hombre parpadeaba.
Y lo seguimos aunque nos resultara difícil. Aunque nos diera trabajo avanzar entre las zarzas. Aunque temiéramos partirnos un pie cuando saltábamos sobre las zanjas. Aunque nos asustara la sombra tenebrosa de los guaos y sintiéramos en la piel un roce inexistente.
Conocíamos todas esas historias terribles. Sabíamos de gente que se llenó de quemaduras porque no se cuidó de la sombra. Porque no sabían del peligro anidado en las plantas. Era gente que no sabía esos secretos. Gente fina de ciudad que había quedado con las marcas para siempre. Habían tenido que desistir del viaje por la hinchazón en la cara y los brazos. Por una pierna que se les partió en una zanja camuflada en el suelo. Entre las hierbas secas se escondían las zanjas. A veces eran zanjas profundas. Y a veces se detenía la gente a descansar a la sombra de un guao sin saber que la sombra quemaba.
Pero eso no pasó con nosotros.
Caminábamos con cuidado porque el hombre indicó la forma de hacerlo. Indicó la forma de apartarse del guao y las sombras. Tal vez el hombre lo hizo porque nos veía demasiado jóvenes. Tal vez lo hizo así por eso. Porque éramos gente de ciudad. Porque éramos demasiado jóvenes y no conocíamos los peligros del monte.
Éramos Lizandra y yo. Éramos muy jóvenes entonces. Demasiado jóvenes. Vivíamos con las prisas y las presiones del momento. Vivíamos en la ciudad y no nos conocíamos. Yo no podía imaginar que Lizandra existiera, y Lizandra no podía imaginar que existiera yo.
Nos habíamos conocido por casualidad. Fue una de esas tardes en que llovía bastante en la calle. La gente escapaba de la lluvia en cualquier sitio con techo. Yo creo que ese día llovió para que nos conociéramos. Ahora creo que esa tarde llovió para eso. Ahora puedo creer cualquier cosa. Ahora ya estamos aquí y no nos preocupan las cosas de antes. No nos interesan las cosas de aquel tiempo. Las cosas de cuando andábamos solos por los parques y las calles y vivíamos en la ciudad sin conocernos.
Bajo el rincón techado estaba Lizandra esa tarde. Se rió de mí porque llegué con la ropa mojada. Me chorreaba la lluvia desde la cabeza, y eso le gustó a Lizandra. Me corría el agua por la cara, y Lizandra se rió de eso. Se rió con esa risa que la hacía parecer tan especial. Poca gente podía reír de esa forma, pero así se rió Lizandra de mí. Y yo me reí un poco también. Me reí de mí mismo, y a Lizandra le gustó que lo hiciera.
Nos hicimos amigos.
Empezamos a salir juntos a la ciudad. A los muchos lugares que la ciudad ofrecía. A los parques llenos de gente y a las discotecas donde los jóvenes bailaban. A las fiestas y a la costa íbamos también. A los desfiles y a los velorios. A las plazas y a las tiendas. A donde hubiera gente íbamos nosotros.
Nos gustaba oír las discusiones en los parques. El canturreo de los pregoneros que anunciaban sus escobas y su agua. Los gritos de los maridos celosos en los solares. Las noticias de un robo. El número de víctimas de un accidente. Los partes del tiempo anunciando ciclones y lluvia. La agonía de las guaguas y las colas y las fajazones en las bodegas.
Nos gustaba mirar a la gente. Los oíamos hablar de fugas y de planes. Oíamos a los padres que reclamaban a los hijos por los zapatos rotos antes de tiempo. Por el dinero gastado en peces de colores y abalorios de santos que alguien vendía en las escuelas. Por las virginidades perdidas sin aviso previo. Por los tatuajes que se habían hecho en la piel sin estar autorizados. Por la novia que se fue con otro. Por la música tan alta en las horas altas de la noche. Por las palabras extrañas que habían aprendido en un concierto.
Cuando se fue la tarde, el hombre preguntó si estábamos cansados. Nos ayudó a descargar las mochilas y a disponer las cosas. Nos sugirió cortar el pan y la carne en pedazos pequeños. Recomendó tomar poca agua para que el cuerpo se acostumbrara a la abstinencia. Pero no quiso comer con nosotros.
Se apartó hacia una poza del monte y se quedó lejos. Nos miraba con su forma extraña. Nos encandilaba con sus ojos de ciervo. Los veíamos brillar en la oscuridad y pensábamos cosas terribles. Unos ojos tan grandes brillando en la noche nos hacían pensar en lo malo. Unos ojos tan grandes sólo podían presagiar el desastre. Conocíamos las historias que se contaban en la ciudad. Sabíamos de cuerpos mutilados por los guías en el monte. Y esa noche no pudimos dormir pensando en los ojos del guía. Pensábamos en el mal que los ojos ocultaban. En lo que podía pasar con Lizandra y conmigo. En lo que podía pasar con los dos en el monte desierto.
Pero pasó la noche y no pasó nada malo. Sólo el sueño velado en los ojos y el cansancio en las piernas y en la espalda. El hombre aconsejó masajear los muslos y los hombros. Aconsejó desayunar bien y bañarnos en la poza para eliminar el cansancio. Dijo que sería bueno bañarnos a esa hora aunque nos pareciera extraño. Aunque nos pareciera el agua demasiado fría y nos asustara el fondo oscuro de la poza. Nos dijo que teníamos tiempo. Que teníamos todo el tiempo. Podíamos nadar y relajarnos. Podíamos dejar que el agua nos penetrara bien para que la piel se mantuviera fresca.
—Claro que no es la piscina de un hotel —dijo—. Cuan-do lleguen allá estarán mucho mejor.
—Falta mucho —pregunté.
—Son tres días de camino hasta el punto. Tres días con tres noches —dijo cuando se alejaba.
Fue Lizandra quien habló primero del punto.
Cuando estábamos en la calle habló del punto.
Cuando regresábamos de una fiesta que no se dio por falta de gente.
Cuando nos sentíamos cansados de caminar por la ciudad.
Cuando buscábamos desesperadamente un lugar a donde ir.
Cuando ya no tuvimos con quién hablar porque la ciudad se había quedado vacía.
Cuando sólo hablábamos de la gente que se fue y de los amigos que no vimos más.
Cuando nos hastiamos de recorrer las calles y las tiendas y las plazas desiertas y nos parecía escuchar alguna risa de niño. O algún quejido de viejo. O el grito de un marido celoso en algún solar donde ya no vivía nadie. O la simple voz de un pregonero anunciando sus dulces y sus escobas y su agua. O los padres reclamando por los zapatos rotos.
Cuando nos desesperamos por no oír las noticias de un robo. Ni el número de víctimas de un accidente. Ni el parte del tiempo anunciando un ciclón. Ni la agonía del transporte urbano.
Cuando no pudimos vivir más porque nos faltaba el aire en los parques vacíos.
Cuando los perros sin dueño se nos acercaron y nos lamieron las manos y las piernas.
Cuando se nos rompió algo por dentro porque oímos una música y corrimos al lugar con la esperanza de que alguien más nos estuviera buscando y nos sorprendimos y nos frustramos porque la música salía de un equipo electrónico que alguien hubiera programado para alguna fecha especial.
Cuando sólo encontramos en la ciudad a los mutilados y a los viejos muy viejos que no pudieron irse en su momento porque les faltó la decisión o el dinero.
Fue entonces cuando Lizandra se atrevió a hablarme del punto.
El punto era la única esperanza.
El punto era un lugar en la costa donde se podía esperar por las lanchas. A tres días de camino estaba el punto. A tres días de camino a pie entre los charrascales peligrosos y los guaos y los montes resecos que llegaban hasta la costa.
—Es la vía más segura —dijo Lizandra.
Y llegar hasta el punto no sería tan fácil. Se precisaba conocer el lugar y el camino. Hubo gente que salió por su cuenta. Nunca llegaron sus cartas ni se supo de ellos. Y hubo gente que regresó porque no pudo encontrar la ruta precisa. Volvieron con las piernas rotas. Con los hombros dislocados. Con las quemaduras del guao en la piel. Con los ojos comidos por los mosquitos y el sol. Se repusieron un poco y volvieron a intentarlo. Se murieron un poco y trataron otra vez. Decían que el punto era la vía más segura. La más barata también.
Lo discutimos mucho antes de decidirnos. Lo averiguamos todo. Lo preguntamos bien. Nos informamos con los viejos y con los mutilados que sabían de esas cosas. Recomendaron hacer provisiones de pan y de carne. Dijeron que el punto era la vía más segura. Y la más barata también.
El hombre se abría paso entre lo guaos con facilidad. Esquivaba las hojas y la sombra de las plantas. Nos pedía tener cuidado también. Nos hablaba de cuerpos hinchados y de lesiones graves en la piel. De alergias como quemaduras profundas que dejaban las marcas para siempre. Lo explicaba todo sin voltearse. Nos daba siempre la espalda. Avanzaba seguro sobre las zanjas del suelo. Se detenía cuando nos quedábamos muy atrás. Nos miraba con sus ojos de ciervo y esperaba por nosotros.
Para entonces ya no sentíamos miedo. Nos habíamos
acostumbrado a los ojos de ciervo del hombre. Nos había ganado con su voz serena y reposada. Con la mirada profunda y distante.
Empezamos a sentir seguridad y confianza. Las sentíamos a pesar del sol y de los mosquitos. A pesar de las zanjas peligrosas y los declives del suelo. A pesar de las historias que conocíamos con finales trágicos y cuerpos hinchados que aparecían en el monte. Cuerpos de hombres o de niños. Cuerpos de gente que se murió en el intento, de muchachos desesperados que no encontraron la vía más segura, o muchachas arrastradas por alguien que las abandonó a su suerte porque no pudieron caminar entre las zarzas.
En la segunda noche dormimos mejor. En la oscuridad veíamos brillar los grandes ojos de ciervo, pero ya su brillo no nos molestaba. Era una luminiscencia agradable que indicaba la presencia de alguien necesario. Un inofensivo parpadeo de ventanas que se mantuvo toda la noche.
—Por qué no duermen juntos —preguntó el hombre.
Lizandra estaba todavía en la poza de turno. Yo había salido del agua y busqué al hombre para conversar.
—Es que no somos pareja —dije—. Ni siquiera somos novios.
—Pues mejor lo son —dijo el hombre, y se apartó.
Entonces no entendí lo que quiso decir. No lo entendí ni entonces ni después. Lo entiendo un poco ahora, pero no me preocupa demasiado. No lo entendí entonces, y no me preocupó. Entonces no podía pensar en eso. Pensaba sólo en el tiempo que Lizandra y yo habíamos pasado juntos en la ciudad.
Una vez estuvimos el día entero en la costa. Había mucha gente mirando el mar. Hablaban de unos planes y de unas salidas. Hablaban un poco de todas las cosas que podían hablar. Y nosotros hablamos también. Conversamos de unos planes que teníamos. Hablamos de los planes y de mucho más. Pero no hablamos nunca de nosotros. Allí, entre la gente que miraba el mar, no hablamos de nosotros. No teníamos esa necesidad. Creo que no la tuvimos nunca. No la tuvimos ni antes ni después.
Lizandra nunca me dio a entender que yo le interesaba. Como amigos nos sentíamos bien. Podíamos andar dondequiera sin complicar la relación. Sin preocuparnos por las cosas que preocupaban a la gente. Y yo nunca me atreví a proponer otra cosa. Estaba bien así para mí. Para los dos estaba bien, aunque a la gente le pareciera extraño. Podía parecer extraño que no fuéramos novios. A la gente podía parecerle extraño. A nosotros, no.
En la tercera noche conversamos un poco con el hombre. Nos sentíamos seguros y confiados. Nos sentíamos bien. Junto al arroyo nos sentamos los tres y conversamos un poco. De las cosas de la vida conversamos. De las cosas de la gente y la ciudad. De nosotros conversamos también. De por qué nos íbamos. De lo que buscábamos y lo que esperábamos encontrar.
—Estamos cansados de lo mismo —dije yo.
El hombre me miró con sus grandes ojos de ciervo. Había en ellos algo de la nobleza del animal. Algo de la ternura que habitaba en los montes. Algo de la ternura humana también. Había un poco de esa mezcla, y eso me gustó. Ahora creo que hay ternura humana también, aunque no lo parezca. Ahora puedo creer lo que antes nunca creí.
—Sí —dijo el hombre—. Lo mismo cansa. Tiende a can-
sar. Es inevitable.
—Y usted estará cansado también de lo mismo —dijo Lizandra.
—Un poco cansado, sí —dijo el hombre—. Un poco cansado, pero sólo un poco.
—Por qué no se va con nosotros —pregunté yo.
—No —dijo el hombre—. Lo mío es aquí, aunque sea lo mismo.
Pero el parpadeo de sus ojos de ciervo quería decir otra cosa. Podía ser verdad lo que decía, o podía ser mentira. Quizá sólo estaba inseguro y le costaba trabajo decidirse. Quizá era sólo eso.
—Tenemos familia allá —dijo Lizandra—. Puede irse con nosotros. Lo ayudaremos. Hablaremos por usted.
—No —dijo el hombre—. Hay mucha gente que se va y después se arrepiente. Todo lo mío está aquí, aunque sea siempre lo mismo.
Habíamos prometido no arrepentirnos nunca de nada. No arrepentirnos nunca, fuera lo que fuera. Lo habíamos prometido mirando a la gente en el parque. Mirando las discusiones y las cosas de a diario. Gente que hacía las cosas y después le pesaban. Gente de lo más común que se equivocó en la vida y después no encontró solución. Gente sencilla que pasaba sus años perdonándose. Disculpándose. Cargando siempre los errores como cadenas pesadas. Arrastraban las cadenas toda la vida. Sufrían con ellas. Se arrepentían de las cosas que hicieron en algún momento. Gente que no encontraba la forma exacta de proceder, y seguían adelante, y se equivocaban otra vez.
—Tienes que prometer algo. Prométeme que no te arrepentirás nunca de nada —dijo Lizandra ese día.
—Lo prometo —dije.
—Prométeme que nunca te arrepentirás de haberme conocido ─ dijo ella.
—Sólo si tú lo prometes también.
—Lo prometo —dijo ella.
Así lo hicimos. Lo juramos los dos. Lo prometimos mirando a la gente en el parque. Mirando a los niños y a los viejos. Mirando las cosas que la gente hacía para arrepentirse después.
Al cuarto día llegamos al punto. El hombre se detuvo y esperó por nosotros. Esperó sin voltearse. Sin parecer alegre o entusiasmado. Sin apartar los ojos de la playa que se extendía adelante. Sin molestarse por el viento que soplaba fuerte desde el mar. Sin motivarse con el sabor salino del aire.
Era una playa solitaria que no guardaba ninguna huella de hombre. Un estero abandonado a su suerte detrás del monte y los charrascos. Detrás del guao y los peligros. Detrás de los ecos de la ciudad y los cuerpos hinchados al sol. Un pedazo de mar que lamía la arena con olas mansas y aceitadas. Un sol mortecino que parecía colgar del cielo blando.
A la vista del punto, Lizandra y yo nos tomamos de la mano.
Nos sacudimos el cansancio.
Nos sentimos libres de las sombras y las zanjas.
—Ya están aquí —dijo el hombre—. Ahora sólo tienen que esperar. Deben mirar siempre al horizonte. Allá, sobre las olas. Deben mirar de noche y de día. Bajo la lluvia, o al sol. Las lanchas aparecerán por allá. Agiten un trapo al aire cuando las vean. Agítenlo bien, sin miedo, y las lanchas vendrán hasta aquí.
El hombre nos miró por última vez con sus grandes ojos de ciervo. Se despidió de nosotros y desapareció en el monte. Desapareció tras los charrascos peligrosos y las sombras tenebrosas de los guaos. No parecía un hombre demasiado viejo. No se movía con la lentitud que un hombre demasiado viejo se debe mover.
Lizandra y yo nos quedamos solos. Durante días miramos el mar. Se veía limpio el horizonte. La línea tensa se rompía sólo con las olas altas de la tarde. Con alguna gaviota que volara bajo. Con algún pez volador que saltara de pronto en el azul.
Lizandra y yo estuvimos mucho tiempo mirando el mar.
Nos enamoramos.
Hicimos el amor.
Nos crecieron los ojos mirando el mar.
Y cuando ya teníamos los ojos tan grandes como sólo podían ser los grandes ojos de un ciervo, Lizandra y yo vimos a la gente.
Estaban allí, junto a nosotros, sin mirarnos.
Tenían los ojos grandes y brillantes como los ojos de un ciervo.
Era gente fina de ciudad. Gente que discutía sobre los temas de siempre.
Oímos otra vez la risa de los niños. Oímos el quejido de los viejos. Oímos el pregón de las escobas, de los dulces y del agua. Nos alegramos con los gritos de los maridos celosos. Con la bulla de los muchachos. Con los planes de la gente. Con los perros sin dueño.
Entonces Lizandra se rió otra vez. Se rió con aquella risa que la hacía parecer tan especial. Poca gente puede reír así. Y yo me reí también. Me reí de una forma que a Lizandra le gustó. Me reí como hacía tiempo no reía, y a Lizandra le gustó que lo hiciera.
Cuando las lanchas aparecieron en el horizonte, ya había pasado demasiado tiempo.
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