martes, 6 de diciembre de 2022

Eliseo Diego. En la Calzada de Jesús del Monte

EL SEGUNDO DISCURSO: AQUÍ UN MOMENTO

 

Tendrán que oírme decir no me conozco,

no sé quién ríe por mí la noble broma,

en torno de mi abuelo dicen

que buen vino rondaba,

que gruesa frente y respirar de toro,

dicen, aquí en familia,

que su padre rompió la sien como crujiente almendra

para moler la noche ciega,

para librar la sombra

que le cegaba la nariz al moro,

sino que puede que fuese mi vecino

puesto que toda muerte, dicen,

es sólo un crimen, una farsa salvaje,

y hace ya tanto tiempo que no importa,

hacen ya tantos viernes

(¿barajas las semanas?)

que no sé si es el sueño de ayer tarde

o el recuerdo que tengo,

que tuve, que tenía de mis manos,

que dos espejos, dicen, fácilmente procuran

estas visiones y yo digo

que primero me invento alguna cosa

con que atarme las cuerdas de la cara

y luego los abuelos, quizás, y la memoria.

Porque yo vi la pesadumbre,

las jerarquías cerradas del velorio,

la madera final y la pobreza,

me pasma lo callado, brutalmente

me pasma lo callado y digo

no sé quién ríe por mí la noble broma,

no me conozco, dicen, qué buen vino,

dejadme que lo piense aquí un momento.

 

Aquí en el patio, junto

a las columnas romanas, impasibles

en su agobiada pesadumbre, altas,

y mientras hiere mi garganta

la transparencia de la noche,

tan profunda, tan limpia

que saciara la sed de mi tiniebla,

mientras recuento los brocados

y otras riquezas oscuras de mi tedio

con la mano sagaz, la mano ciega,

y confundo las palmas

con los desgarradores sucedidos

en la tarde del Viernes,

por no dormirme antes de tiempo,

confundo los harapos

polvorientos del alma

con el abrigo luzbel de la baraja,

imagino las harpas silenciosas,

el llanto de David,

las caras aguzadas

de los vecinos y su pena,

sepulto mi lugar en áurea fábula

sin poder remediarlo,

por no dormirme antes de tiempo,

sigo pensando, aquí, mi amigo, sucediéndome.

 

Dicen que soy reciente, de ayer mismo,

que nada tengo en qué pensar, que baile

como los frutos que la demencia impulsa.

Si dejo de soñar quién nos abriga entonces,

si dejo de pensar este sueño

con qué lengua dirán

éste inventó edades si nadie ya las habrá nunca.

Porque no sé de nada duro a no ser la semilla,

la muerte florecida con mis lujosas invenciones

que una por una entre mi sangre bajan a los huesos,

debo soñar a Plauto, y al guerrero

cubierto de lejano polvo,

cubierto de mi polvo junto al río.

 

Luego de la primera muerte, señores, las imágenes,

(la despaciosa siega final, el canto llano

luego de la primera comprobación de la ceniza),

luego de bien molida por los voraces ojos

dirán allí en el campo mira

tu hijo está temblando,

recién ahora lo vimos entre las espigas

recién cortadas como crujiente torre,

recién ahora

lo vimos, testifica,

di si es verdad el relumbre bermejo de la sangre,

bajo la telaraña menuda de las sombras

y la fragancia de las raídas hojas,

di si es verdad, contempla, testifica,

este manchado estorbo de los ojos,

mugrienta bestia, petrifica sus garras en el polvo,

abomina quien dice

que sea nuestro lamentado hermano,

los de las filas más lejanas

alcen la voz, auguren, testifiquen

cómo nos envenena

este residuo infame,

mientras tú, me dirán,

(como un sueño que tengas, como un sueño tan sólo),

mientras tú, me dirán,

qué, no te importa

del desgarrante hielo que nos mueve

como la cuerda a un pelele,

pero nosotros sí, nosotros vemos

y una palabra, un alarido jamás visto

por el gallardo viento pastor de los crepúsculos

para llamarte inauguramos,

para sacarte de tu contemplación de la miseria,

para que vengas recién ahora donde

tu hijo Caín está temblando.

 

Porque yo soy reciente, de ayer mismo,

mientras soñaba, como un sueño

lo miro desangrarse como un sueño

que acaba en humo, en el vacío del alba,

como el recuerdo que tengo de ayer tarde

o la lívida máscara

con que socorro la penuria,

la indecible, la trágica penuria de mis muertos,

puesto que nunca

puedo mirar los surcos de tu boca

y un mismo paño hace

tu traje de costumbre, padre,

y el lienzo que imagino rojo

bajo las manos manchadas de remotos reyes,

y me confundo de lugar y año

diciendo: fue por el noventa,

cuándo lo viste, tú lo sueñas,

porque yo soy reciente cada día,

digamos que soy,

digamos que soy el que contempla

su horror en dos espejos,

y es a la vez el que contempla

y el infinito pavor de las imágenes,

digamos que me invento, que procuro

restañar este rostro con mis manos,

que dos espejos las esparcen,

estas visiones, que la muerte

ha de ser como un hombre

contemplando su horror en el espejo,

como Caín y Abel ya frente a frente,

como Caín y Abel reunidos en Adán, como la muerte.

 

Y pregunto qué sea

el lugar donde vivo, este mi sitio

de pensar un momento,

los helados alambres, esta palma,

y el niño de Damasco, el grave niño

que viene con el asno

atravesando por el humo

alucinante siempre del bohío,

y esta costumbre,

esta costumbre de soñar lo mismo,

siempre lo mismo, siempre

los espejos dorados como el tiempo,

hasta cumplir la edad de siete años,

y ver la pesadumbre,

la piedad de los paños

apagando los últimos reflejos,

y ver la pesadumbre,

la pobreza solemne de este pobre.

 

Tendrán que oírme decir no me conozco,

aquí en el patio, junto

a las columnas que toco provincianas,

no sé quién ríe por mí la noble broma,

pero en torno de aquel hombre veo

que su padre lo ronda,

en las selladas jerarquías del polvo,

velándole la muerte

como el sol en torno de la tierra,

mirándolo tan fijo. Dejadme que restañe

la minuciosa fuga de mis ojos,

que les devuelva el canto, su pobreza,

la ternura paciente de mi día

a la traición volviendo y a la nada.

 

Cómo el oscuro tedio nos reunía

en la cerrada estancia de su polvo

alrededor de la pobreza suma.

Y su paciencia nos empobrecía

las ilusiones fastuosas de la cena,

este lujo del sueño por mis ojos.

Pobres, solemnes pobres, ya veían

el alba cenicienta de las cosas,

la estrechez de mi lugar, la noche,

aquella irreparable jerarquía

de la madera, la voz y el arduo fuego

en la redonda isla del velorio.

A la salida, qué distintos,

qué limpios, qué recientes eran

recordando la calle solamente,

su aspereza filial, su extraña lumbre,

su temblorosa realidad naciendo.

 

Pero si dejo de soñar

quién nos abriga entonces, si la nada

es también el dormir, pesadamente

la caída sin voz entre la sombra.

Oh la noche es distinta, la mirada,

la memoria del Padre, el Paraíso

realizado en la tierra, como un nombre!

 

Y ahora es el tiempo de levantarme y de trazar mi amplio gesto diciendo:

luego de la primera muerte, señores, las imágenes,

invéntense los jueves,

los unicornios, los ciervos y los asnos

y los frutos de la demencia

y las leyes, en fin,

y el paño universal del sueño

espeso de criaturas, de fábulas, de tedio,

hinchado por el soplo de los dispersos días

verán el libro de las generaciones

y cómo el olvido engendró a la muerte

cuyos morados ojos decimos la distancia,

cómo la muerte engendró a mi espejo,

mi espejo engendró

la fiel imagen que inicia su periplo

entre las barbas rielantes que orillan los dormidos ancianos,

porque después de la primera comprobación de la ceniza,

cuando arrugan mi piel los pómulos del viejo

y en la pared opuesta, por el azogue nocturno de la sangre

aquel fervor oscuro, aquella música

de mis huesos se pierde irrestañable,

cuando todo es uno,

el día y el recuerdo

en el oficio de la lluvia que pulsa las persianas,

la mirada segura nos deshace

su deleitoso paño entreverado de sierpes

y en la pobreza intacta del polvo se resume.

 

 

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