D’altri
diluvi una colomba ascolto.
Giuseppe
Ungaretti
Vengo
de donde mide su conjetura el aire,
de
la raíz antigua de la piedra y la música,
de
las palpitaciones verdes de la madera,
de
los primeros ríos que cruzaron los pájaros.
Yo
vivo en la intemperie donde vive el vacío,
donde
crece una nube de granizo
y
habita la serpiente,
bajo
un cielo sin música que alimenta tormentas.
Antes
que los caldeos enunciaran el número
para
cifrar los astros y su oscuro latido,
ya
vivía en el agua interior del planeta
y
en las germinaciones de una dura semilla.
Como
los temporales, yo vivo en la intemperie
y
cruzo las palabras como quien cruza un bosque,
porque
sabe que al fin la luz será con ellas
y
latirá en el pulso primero de los pájaros
y
en las germinativas raíces de los ríos.
Yo
vengo de un lugar de baluartes
y
argamasas primarias.
Yo
vivo en la intemperie del adverbio,
vivo
en la carne viva de la palabra mundo
y
en lo que ella contiene de veneno y belleza.
Con
tiempo y con arena definí los espacios
propicios
para el canto. Y antes de celebrar
el
transcurso callado de la sangre en las venas,
lamenté
un pecho inmóvil y unos ojos opacos.
Yo
soy el que en la noche
pesa
a plomo el silencio y destila el mercurio,
quien
acaricia el hielo
y
espera la llegada del sol por los pinares.
Yo
soy el que alimenta
el
silencio parado de un animal que acecha
su
minuciosa dosis de minutos.
Hoy
dibujo lo mismo la flor de la vainilla
que
el diluvio en un sauce,
la
transparencia azul de la tristeza
lo
mismo que la herida que gime ante la hormiga.
Soy
el que guarda el fuego, el que prende el pabilo,
el
que espera cansado
sobre
los adjetivos y las declinaciones
mientras
arde en los altos campanarios
la
claridad caliente de la tarde.
Soy
el que incendia el pasto al final del verano,
el
que pudre los pozos y envenena las fuentes.
Nadie
sabe mi nombre.
Soy
el insomne, el ciego,
el
que no tiene nada y el que nada pretende.
Soy
la salmodia amarga de un reflejo,
la
letanía de un eco, la liturgia
vacía
del oscuro,
en
el fondo del fango, en la penumbra.
Muro
de fuego y cólera, vidrio que arde o persiste
bajo
la luz del número en la fragua del tiempo
donde
un nueve de lunas convoca sobre el yunque
su
arista de misterio, su ritmo de metales.
Muchas gracias, Arístides. Un abrazo
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