Ved,
amigos; decidme, decidme, mis amigos,
si visteis
el carbón fulgiendo en brasas,
o el
corazón de fuego de los sacrificados
que hoy,
nocturnos, trajinan en luciérnagas,
o van
desparramados por páramos ardientes
como una
marejada de rota alfarería.
Ved;
decidme, pronunciad la palabra
que diga
que os mordían la soledad, la niebla,
cuando el
clavel sonoro combatía al martirio
ansiando
ser fusil, lágrima, canto,
permanencia
orgullosa de metales boreales,
sabiendo
que el amargo paso de los verdugos
llegaba al
territorio de la flor y el naranjo.
Ved;
decidme si os quebraban la calma
los filos
que insultaban al rocío,
a la noche
aterida de los indios plasmados
en
círculos antiguos de triturada arena;
o bien,
sencillamente, que andaban caminando
por las
viejas aldeas con sol y labradores,
para
enredar al huso tradicional los hilos
del luto y
su ceniza sofocada.
Quiero que
habléis. Decidme
si alguna
vez mirasteis al agua combatiendo,
o si
sabéis de cierto por qué la tierra un día
se llenó
de dulzura, de fulgor, de morada incendiada
y levantó
sus puños de torrenciales vínculos
y colosos
titanes de su entraña salieron.
Ese día mi
pueblo se vistió de diamante,
destacando
su estampa de enardecido roble;
los
tambores, en sombra, sonaban sus augurios
en una
noche indígena de luna y poderío;
y rebeldes
diademas de valor daban rumbos
a quienes
conducían el trueno rescatado,
para
amarrar la furia de los torpes verdugos
que
buscaban los ámbitos de su propio naufragio.
Recordaré
esta noche,
todas las
nuevas noches que huelan al perfume
que emana
del caído caudal de nuestros mártires;
recordaré
la púrpura golpeada
en tanto
que en las balas calcinadas ardían
remansos
poderosos de calcárea fuerza.
Decidme,
mis amigos, si recordáis al pueblo;
descended
al relente
que sube
del quebranto manantial de los héroes,
y sabed
que ellos mismos reparten a puñados
nuestro
cristal bravío.
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