Soy el
guardián del hielo
José Watanabe
Desde
los altos muros de la tarde
las
máscaras del tiempo ya no te reconocen,
ni el
mar intransitivo ni el paisaje insumiso
ni el
ave sin memoria entre un silencio y otro.
Entre
el arma y la herida, entre el pie y la pisada,
vigilan
con antorchas los lagos solitarios
de los
reyes del bosque.
Son
guardianes del hielo.
Guardan
en la memoria la piedra de la lluvia
y en
cráteras secretas, el viento del otoño
que
aviva el fuego y da cenizas a la tarde.
En el
roble sagrado, el fulgor de la savia
y la
luna fecunda que crece en las cosechas
fermentan
los melismas quebrados del paisaje.
Viene
una luz sin dueño, una luz que desciende
lentamente
al silencio,
a un
último rumor de copos o cenizas
o
repite su imagen
en los
espejos grises de los lagos.
Se
despeña esa luz por la boca de un pozo
al filo
de la noche, al agua sin camino,
con
números enteros, con la vaga nostalgia
que
deposita el día sobre la arena.
Flota
sobre el recuerdo, sin nombre ya y sin tiempo,
un
sueño de cristal,
la
mansedumbre ciega de la noche
y esta
luz que no pesa
y se
posa en las sílabas blancas de las ausencias.
En la
llama que tiembla
contra
un terror vacío de cuevas y catástrofes,
aterido
yo mismo ante el espanto ahora
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